De este lado de las palabras, al otro lado de las novelas, en el mundo ficticio de los personajes.
Sois bienvenidos, visitantes, y desde el otro lado de las páginas de una novela en blanco, os invito a tomar asiento y pasar un buen rato.

sábado, 31 de marzo de 2012

El cubil.

Tengo este blog muy abandonado, y la verdad es que no puedo decir nada en mi defensa, excepto, tal vez, que no digo nada porque no creo que haya nada que pueda decir. En principio quería usar este blog para hablar de cosas, cosas serias e importantes, pero la verdad es que no suelo hacer ese tipo de cosas, por lo que dejo aquí otro de mis relatos, escrito mientras espero noticias sobre una de mis novelas (y me he comido las uñas hasta la altura del hombro ya).
Espero que sea del agrado de los lectores y, una vez más, ruego disculpéis las faltas que podáis encontrar.

El cubil.



Las lágrimas de sus mejillas se helaban, congelándole el rostro. Un fuerte viento empujaba contra él la nevada, copos pálidos que caían ante su camino, quedando atrapados en la maraña negra de su pelo y barba mientras avanzaba, desafiando al frío y a la propia montaña.
No sentía frío, ni miedo, realmente ya no podía sentir nada excepto odio, un odio intenso que lo animaba, haciendo que su pierna se alzase, moviéndome un corto tramo para caer pesadamente sobre la nieve, enterrándose en ella su bota, repitiendo la operación una y otra vez, dejando a su espalda las marcas de un camino que él mismo iba abriendo.
Miraba al vacío, sin atender a las enormes rocas, a las nubes oscuras o al manto pálido que se extendía a su alrededor.
Mantenía la cabeza gacha, avanzando contra el viento que bajaba de la montaña como si fuese un aviso, y a la nieve caían lágrimas y sangre, derramada de sus manos, destrozadas porque se había obligado a cavar con ellas la tumba, marcándola después con un triste madero sin poder escribir nombre alguno, porque la palabra escrita no era su fuerte.
No podía sentir nada, la ira y el entumecimiento mantenían aquellas manos, de uñas rotas por el esfuerzo, apretándose firmes contra el mango del hacha, pero sí notaba muchas otras cosas, porque el rugido de la tormenta no era lo único que resonaba.
Escuchaba los gritos, los chillidos de los niños, las lágrimas de la gente y su voz, la voz que deberían tener los ángeles, en un tono de agonía que jamás consentirían los dioses. Se negaba a cerrar los ojos porque no lo recibía la reconfortante oscuridad, sino la sangre, derramada sobre la nieve como una ofensa a su pura blancura.
Todavía su pelo olía a quemado, aún sus ropas estaban sucias por la sangre derramada y resonaban las voces y los gritos en sus oídos, pero ascendía, paso tras paso, sin vacilar en ningún momento, dispuesto a encontrarse con la muerte en la cima.
La anhelaba, no sobreviviría, no podía permitirse tal cosa porque era la muerte lo que esperaba cuando se detuvo, vislumbrando una abertura enorme entre las rocas. No había nieve allí, incluso su pelo empezó a chorrear porque hacía calor y se derretían los perfectos copos.
El cubil de la bestia era tal y como esperaba, una entrada amplia que llevaba a una sala aún mayor, y no se preocupó en reducir su paso ni en respirar con menos fuerza, porque deseaba que la bestia lo viese al entrar, tal vez así todo acabaría antes para los dos.
Lo recibieron las llamas, un chorro de fuego tan intenso que hasta la piedra tras la que se cubrió para protegerse parecía a punto de fundirse, pero aunque le costó llevar aire a sus pulmones, se levantó con orgullo, aferrado a su hacha con la intención de vengarse antes de cruzar al otro lado.
Los ojos de la bestia, ojos de reptil que lo miraban con ira, eran tan grandes que incluso podía ver en ellos su reflejo, atravesando la pupila vertical. La pesada respiración del guerrero superaba incluso a la del dragón que lo miraba, con las fauces abiertas, dispuestas a tragárselo por entero.
No dijo nada, su garganta tenía un nudo desde hacía horas, sólo pudo soltar un rugido inhumano cuando alzó el hacha y la bestia abrió sus alas en la cámara, defendiéndose del ataque y lanzándolo contra la piedra con la larga cola.
Sintió partirse las costillas cuando recibió el golpe, un dolor que parecía ajeno, ya que no estaba vivo. Había muerto hacía un buen rato, había muerto varias veces, expirando cada vez que enterraba las manos desnudas en la nieve para cavar la tumba. Había perecido cuando miró su rostro, sucio y húmedo, y sintió cómo le arrancaban el corazón cuando besó su frente, antes de lanzarla al fondo de aquella fría tumba para despedirse de ella con lágrimas en los ojos, para cubrirla de tierra y nieve.
Abrió la boca y rugió, porque aquella bestia que tenía delante era más fuerte, pero no podía herirle, al menos ya no. Las costillas rotas no impidieron que se levantara, aferrado a su hacha para atacar, fallando el golpe y recibiendo otro coletazo que lo envió de costado contra las paredes de la cueva.
El sabor de la sangre en sus labios, puntos luminosos ante sus ojos que parecían estrellas, una niebla oscura que empezaba a atraparlo. No era suficiente, porque cada vez que cerraba los ojos, en su cabeza otros se abrían, unos ojos castaños que lo miraban con terror, sin poder evitar suplicar.
-No quiero morir –dijo ella en alguna parte, dentro de su cabeza.
Abrió los ojos y miró a la bestia, que estaba sorprendida por la resistencia del guerrero. No sabía que el humano había oído miles de veces aquellas últimas palabras, pronunciadas en tono de súplica, con voz agónica y lágrimas en unos ojos castaños tan hermosos que habría ofrecido su alma a cambio de su felicidad.
Cuando el guerrero se incorporó por tercera vez, a pesar de que el brazo estaba destrozado por el brutal golpe contra la pared, y de que un hilo de sangre empezaba a caer desde su cabeza hasta su mejilla, miró al dragón.
Tiempo atrás le había parecido enorme, pero ahora era un lagarto grande, con alas y muchos dientes. Gruñó, y la sangre de su boca salpicó el suelo.
A pesar del dolor, sin importarle la debilidad de su cuerpo, se lanzó una vez más con el hacha por delante, viendo cómo la cola se agitaba. Fue despedido y rodó, pero el dragón emitió un sonido que le indicó que había acertado. El sonido del metal contra la roca le reveló que el hacha había caído y pudo ver la cola, partida en dos.
Recuperó el arma, cojeando y sin miedo, mientras que la bestia lo miraba. Pudo ver antes de que todo pasara, cómo las narinas del monstruo se abrían, tomando aire, y rugió como una bestia enarbolando su hacha, saltando hacia la criatura, buscando su cuello con las cuchillas de su arma.
Acertó el golpe, el chorro de fuego escapó por la herida en el cuello de la bestia, chamuscándole el pelo y quemándole el brazo. No gritó, aguantó para asestar un segundo golpe contra aquel cuello robusto. La bestia cayó hacia delante, derrumbándose sobre él.
Sintió cómo el fuego se derramaba sobre él, su pelo enmarañado se quemaba, sus ropas ardían y él rugía, golpeando a la bestia que lo aplastaba, hasta que el fuego dejó de salir.
No podía respirar por sus costillas, aplastada ahora. Cada trozo de su cuerpo estaba destrozado por la pelea y las llamas. No era suficiente, porque todavía escuchaba su agonía, aún no se había apagado y la bestia estaba muerta.
Logró salir de debajo del dragón, le costó y sintió un dolor terrible. Su pierna se había quedado allí, debajo de una de las patas del monstruo, destrozada por sus garras, pero de todas formas ya no la necesitaba.
Se arrastró como pudo por el suelo, cada vez su visión estaba más oscura, cada tramo que avanzaba, aquella niebla oscura le ganaba terreno.
Sintió la nieve bajo sus manos destrozadas y en su cabeza, entonces se giró y quedó mirando al cielo. Las lágrimas caían, los delicados copos de nieve bajaban hacia él, llegando hasta su cuerpo destrozado.
-Quiero irme contigo –dijo, rompiendo el nudo de su garganta-, quiero volver a tu lado.
Cerró los ojos y lloró amargamente, no por el dolor, no porque ya sentía la muerte, sino porque aquellos ojos castaños no volverían a mirarlo jamás, ni aquellos labios que con tanta facilidad mostraban una sonrisa, sonreirían más para él.
Y lloró amargamente, apagándose como una vela, rodeado cada vez por más nieve que cubría su cuerpo maltrecho, estremeciéndose con cada recuerdo.
-Deseo estar contigo –gritó, a modo de súplica.
-Pues entonces, ven conmigo –susurró una voz en alguna parte.
Sintió calidez, percibió algo que se movía a su lado y movió la cabeza. Allí estaba ella, brillando ante él con su eterna sonrisa, mirándolo con aquellos hermosos ojos castaños.
Cerró los ojos un instante, deseando conservar aquella imagen, obligándose a olvidar la piel fría que sintió cuando besó su frente antes de dejarla en la tumba.
Y bajo la nieve, delante del cubil de la bestia, el guerrero nunca volvió a abrir los ojos, arropado por la tormenta y con una sonrisa en sus labios ensangrentados